Conocí a
Alfonso Portillo al inicio de los noventa, en un evento académico. Además de buen comunicador, se adornaba con
destilado humor oriental. Ya era una
naciente estrella política, y sus palabras parecían provenir de un pozo claro y
sincero.
Un par de años más tarde lo vi personalmente
por última vez, en un supermercado de la calle Montúfar. Accesible, desenfadado. Me dijo estar trabajando como asesor
financiero del Banco Metropolitano (propiedad de Francisco Alvarado McDonald). Aquello me sonó como a Messi en la selección
de rugby, pero de algo tenía que vivir y sus dos títulos universitarios
(Economista y Abogado y Notario) parecían afines al puesto. También pensé que para un político
emergente, un puesto de asesor representaba horario flexible.
Años más
tarde, ya en ruta a la Presidencia, conversé con un amigo en común. “Yo le di cuatro carros para su campaña, como
amigo nada más, no me interesa ningún puesto.
Cómo no lo voy a ayudar, si lo
conozco de toda la vida y recuerdo muy claro que cuando éramos niños de
primaria y asistíamos al mismo grado en la escuela, en los recreos jugaba al
candidato. Nos regalaba carteritas de fósforos
con trajes típicos y con su voz de pollito ronco decía: votá por Alfonso
Portillo para Presidente.”
Luego vino
su gobierno. Quienes lo quieren, le
recuerdan como el único que se atrevió a entrar en escaramuzas con el
todopoderoso sector privado. Narran su
iniciativa de importar azúcar (sacrilegio en nuestra libertaria economía de libre
mercado) para que los guatemaltecos no la compraran más cara de lo que se vende
a un consumidor en el extranjero. Fue
una época difícil, en la que acumuló enemigos por llevárselas de gallito. Lo querían pollo, ronco.
PzP publicó
recientemente todas las razones del expresidente, no voy a reescribirlas.
Quienes no
le quieren se concentran en la corrupción y tráfico de influencias durante su
gobierno, el Jueves Negro y su desafiante actitud ante algunos gobiernos
extranjeros. Ni el propio expresidente
lo niega.
Defensores
y detractores concuerdan en que Portillo intentó cambiar algunas cosas
importantes. Para unos es su redención;
para otros, su condena. Tanto amigos
como enemigos concluyen que la persecución al expresidente es una mezcla de
justicia con ajuste de cuentas. En lo
que no están de acuerdo es en las proporciones y su grado de influencia en los
resultados.
Entre
tanto, es claro que el proceso legal que
culminó en su extradición ofrece aspectos que, por lo menos, son dudosos. Lo han dicho expertos que no tienen vela en
este entierro.
Yo no
quiero abonar a ese debate. Aún si hay foul play de los tigres del norte y sus
gatos del sur para conseguir la extradición,
quizá por primera vez Alfonso Portillo tendrá la oportunidad de
defenderse como él quería. El sistema de
justicia en los Estados Unidos no es perfecto, pero ofrece las garantías que el
procesado quizá no tuvo en Guatemala. Ya
no será más pollo afónico.
Sigo
pensando que la defensa se ha basado en demostrar los errores procesales, no la
inocencia. Ahora, el juego cambia.
Entra
tanto, lejos de las amenazas del dinosaurio, Alfonso Portillo tiene una
oportunidad verdaderamente histórica. Principiando por admitir sus errores para
ganar credibilidad, puede contar a las generaciones presentes y por venir lo
que verdaderamente ocurre en los laberintos del poder: los jugadores, las
mentiras que hay que decir, las verdades que no pueden decirse, la famosa lista
de grandes ladrones fiscales, con la que solo se vale amenazar. Alfonso puede ahora entrar a la historia como
el gallo cantarín que contribuyó a un nuevo amanecer.
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