Friday, July 5, 2013

Once es más que diecinueve.

Artículo publicado en Plaza Pública el 5 de julio de 2013.



El tres de julio pasado el Tribunal Primero B  de Mayor Riesgo emitió sentencia condenatoria contra la banda bautizada: “de la calzada Roosevelt”.

La culminación de este juicio requirió esfuerzo de muchos sectores.  El Ministerio Público coordinó investigaciones con La Policía Nacional. El INACIF proporcionó evidencias forenses, la fiscalía trabajo duro en la recolección y acumulación de pruebas, búsqueda de testigos, armado de un caso que fuese creíble ante los tribunales.  Como lego en materia de justicia criminal, seguramente paso por alto muchos otros actores y procesos en el arduo camino de la aplicación de la ley, que no siempre termina en acto de justicia.

Por meses se trabajó en este caso de alto impacto social, uno que contribuye a restaurar un poco la credibilidad de la Policía Nacional, misma que aconsejó a las mujeres no circular solas por la ciudad en vez de hacerlas sentir seguras de que los criminales serían atrapados.  Ganan también el Ministerio Público y el Organismo Judicial, quienes desesperadamente necesitan puntos.  Se ha retirado de las calles a una panda de criminales de lo más diversificado y dañino.

Según las notas de prensa, se identificaron catorce víctimas de violación, el delito que hizo famosa a la banda.  Seguramente hay más víctimas, pero nunca lo sabremos porque para conocer  una víctima es necesario que se identifique.   

Si hacemos un examen de conciencia, todos hemos pasado por la situación de no denunciar un delito para que las cosas no se hagan más grandes, porque se lo dejamos a Dios, porque quedaremos en peligro cuando el criminal salga libre y muriendo de risa, porque de nada sirve denunciar, etcétera.  ¿Cierto?

Un caso de violación es mucho más que cualquiera de nuestros pequeños aportes individuales al monumento de la impunidad.  No es una pérdida económica sino un terrible daño sicológico, es tragarse un demonio capaz de espantar a las víctimas durante el resto de sus vidas.  También hay consecuencias físicas, y encima de todo se viene el daño moral.

 De manera que presentarse a denunciar un crimen de este tipo requiere un valor que a  muy pocos les ha sido requerido.  En el contexto de nuestra acomplejada,  impune y violenta cleptocracia, es un verdadero acto heroico,  una extrema muestra de fe.

Más aún, de las catorce denunciantes, once excedieron abundantemente lo que la sociedad podría pedirles.  Sin conocer el resultado de su acción, sintiendo vergüenza, quizá bajo amenazas criminales y/o la oposición de su familia o pareja, testificaron.  Volvieron a vivir aquella tragedia criminal, aquello que quisieran sacar de su vida, de su memoria.

Las once testigos nos han dado una demostración de coraje y valor ante la adversidad que ya quisieran los generales de cinco estrellas que jamás entraron en batalla bajo desigualdad de condiciones, si acaso entraron.

A estas grandes mujeres:  muchísimas gracias.  Ustedes se han sacrificado por muchas otras que no tendrán que vivir el infierno que a ustedes les tocó.  Nos han demostrado que  once es más que diecinueve, o quinientos, o mil, que los buenos valen más que los malos aunque no lo parezca,  que quizá este país tenga esperanza.  Perdonen nuestra cobardía por no salir a protestar contra el crimen que empañó sus vidas.  Por no recordar que los crímenes eran contra nuestras hijas, hermanas, esposas y madres.   Por no ir a buscarlas y darles un abrazo solidario, por no ir personalmente a decirles que vales mucho, que has hecho más que yo, que has salvado vidas y que Guatemala está en deuda, aunque no lo reconozca.

Para finalizar, unas palabras de ánimo y felicitación a las familias, terapeutas, apoyos morales y espirituales que han trabajado para devolver la alegría y esperanza que intentaron arrancarles, sin éxito, a esas extraordinarias mujeres.

Thursday, July 4, 2013

Pollo ronco, afónico o a todo galillo.

Artículo publicado en Plaza Pública el 20 de junio de 2013.



Conocí a Alfonso Portillo al inicio de los noventa, en un evento académico.   Además de buen comunicador, se adornaba con destilado humor oriental.  Ya era una naciente estrella política, y sus palabras parecían provenir de un pozo claro y sincero.

 Un par de años más tarde lo vi personalmente por última vez, en un supermercado de la calle Montúfar.  Accesible, desenfadado.  Me dijo estar trabajando como asesor financiero del Banco Metropolitano (propiedad de Francisco Alvarado McDonald).  Aquello me sonó como a Messi en la selección de rugby, pero de algo tenía que vivir y sus dos títulos universitarios (Economista y Abogado y Notario) parecían afines al puesto.   También pensé que para un político emergente, un puesto de asesor representaba horario flexible. 

Años más tarde, ya en ruta a la Presidencia, conversé con un amigo en común.  “Yo le di cuatro carros para su campaña, como amigo nada más, no me interesa ningún puesto.  Cómo no lo voy a ayudar,  si lo conozco de toda la vida y recuerdo muy claro que cuando éramos niños de primaria y asistíamos al mismo grado en la escuela, en los recreos jugaba al candidato.  Nos regalaba carteritas de fósforos con trajes típicos y con su voz de pollito ronco decía: votá por Alfonso Portillo para Presidente.”

Luego vino su gobierno.  Quienes lo quieren, le recuerdan como el único que se atrevió a entrar en escaramuzas con el todopoderoso sector privado.  Narran su iniciativa de importar azúcar (sacrilegio en nuestra libertaria economía de libre mercado) para que los guatemaltecos no la compraran más cara de lo que se vende a un consumidor en el extranjero.  Fue una época difícil, en la que acumuló enemigos por llevárselas de gallito.  Lo querían pollo, ronco.

PzP publicó recientemente todas las razones del expresidente, no voy a reescribirlas.
Quienes no le quieren se concentran en la corrupción y tráfico de influencias durante su gobierno, el Jueves Negro y su desafiante actitud ante algunos gobiernos extranjeros.  Ni el propio expresidente lo niega.

Defensores y detractores concuerdan en que Portillo intentó cambiar algunas cosas importantes.  Para unos es su redención; para otros, su condena.  Tanto amigos como enemigos concluyen que la persecución al expresidente es una mezcla de justicia con ajuste de cuentas.  En lo que no están de acuerdo es en las proporciones y su grado de influencia en los resultados.

Entre tanto,  es claro que el proceso legal que culminó en su extradición ofrece aspectos que, por lo menos, son dudosos.  Lo han dicho expertos que no tienen vela en este entierro.

Yo no quiero abonar a ese debate.   Aún si hay foul play de los tigres del norte y sus gatos del sur para conseguir la extradición,  quizá por primera vez Alfonso Portillo tendrá la oportunidad de defenderse como él quería.  El sistema de justicia en los Estados Unidos no es perfecto, pero ofrece las garantías que el procesado quizá no tuvo en Guatemala.  Ya no será más pollo afónico.

Sigo pensando que la defensa se ha basado en demostrar los errores procesales, no la inocencia.  Ahora, el juego cambia.

Entra tanto, lejos de las amenazas del dinosaurio, Alfonso Portillo tiene una oportunidad verdaderamente histórica.   Principiando por admitir sus errores para ganar credibilidad, puede contar a las generaciones presentes y por venir lo que verdaderamente ocurre en los laberintos del poder: los jugadores, las mentiras que hay que decir, las verdades que no pueden decirse, la famosa lista de grandes ladrones fiscales, con la que solo se vale amenazar.  Alfonso puede ahora entrar a la historia como el gallo cantarín que contribuyó a un nuevo amanecer.