Tuesday, October 28, 2008

De cómo y por qué fui parte de la Estudiantina de la FAUSAC

Hace algunas semanas, parte del grupo que en el año 1978 formó la Estudiantina de la Facultad de Agronomía de la Universidad de San Carlos de Guatemala (EFAUSAC) se reunió para saber si aún se reconocían unos a otros, y para realizar dos presentaciones finales, con la sensación de estar haciendo algo histórico (en el universo de la Facultad) y de mucho significado para cada ex-integrante. Nos formulamos varios propósitos, y uno de ellos fue que cada quien escribiera sobre cómo y por qué nos convertimos en "tunos", como se le llama también a los integrantes de una estudiantina o grupo musical universitario. A continuación, mi historia:

Ingresé a la Facultad de Agronomía de la USAC en el año 1976, el mismo del terremoto que el 4 de febrero arrebató más de 20,000 vidas en Guatemala. Estaba recién graduado del Instituto Nacional Central para Varones, acostumbrado a hacer plantones y protestas frente al Congreso de la República (queda uno frente al otro) y muy orgulloso de practicar lo que nuestro himno estudiantil decía:

“Alegre juventud viril
hay en el Instituto;
juventud que sabe luchar,
y mil laureles conquistar.
Alegres demostremos
que somos superiores
y que en nuestros corazones
palpita la fraternidad.”

Lo de superiores se refería a la práctica de valores humanistas, no tenía ningún sentido peyorativo. El espíritu institutero y la identidad “Sheca”, como se le llama a los estudiantes centralistas, eran promovidos como parte de la formación, especialmente porque en 1974 se había celebrado el centenario de fundación y los estudiantes sentíamos verdadero orgullo de nuestra herencia, y responsabilidad por nuestro legado. Fui sheca del primer al quinto año de secundaria, que atravesaron de polo a polo mi adolescencia. Me gradué de Bachiller en Ciencias y Letras en 1975.

El 29 de enero, unos días antes del terremoto y otros después de la lección inaugural en la universidad, me atropelló un automóvil mientras conducía motocicleta. Desde los 16 años tenía un empleo de cobrador, y debía pasar media jornada en las calles, pues la otra era para estudiar. El saldo del accidente lo consideré positivo: el casco protector fracturado contra el bordillo de la banqueta y la clavícula izquierda partida en dos, más algunos rasguños por aquí y por allá. Cuando llegué a la emergencia del Hospital General San Juan de Dios, con mi brazo colgando, dos médicos y una enfermera me revisaron y ofrecieron palabras tranquilizadoras. Uno de los médicos se puso al frente, y me hablaba de la suerte que había tenido al no haber sido arrastrado por el automóvil: preguntó por el color y cilindraje de la motocicleta y alguna cosa que no entendí, porque mientras me hablaba el otro médico salió de mi campo visual y sigilosamente se colocó justo a mis espaldas. Me tomó por los hombros, deslizó sus manos por las axilas y antes de que yo comprendiera la siguiente pregunta o me dierta cuenta de lo que sucedía, colocó su rodilla en mis espaldas, dio un fuerte tirón y llevó los dos hombros bruscamente hasta atrás. El dolor nubló mi vista y me dejó sin voz. Creo que el médico del frente lo notó, porque inmediatamente perdió interés en las motocicletas (quizá padecía déficit de atención). Solo dijo: “Ya están los huesos en su lugar”. Me tocó el brazo en señal de despedida y sin más se dirigió a otra camilla. El médico que sabía lucha libre se puso al frente y dijo: “Así me gusta patojo. Ahora te vamos a enyesar”. No sé qué fue lo que le gustó: el sitio donde había dejados los huesos, el tomar a los pacientes por sorpresa y de esa manera, o que la sala no se hubiera llenado con un grito de dolor y rabia.

La enfermera entró en acción, y me colocó un ocho de yeso que se cruzaba por la espalda sosteniendo hacia atrás ambos hombros, no sin antes dejarme embarrado de yeso por todas partes. Aquel día yo vestía una camiseta blanca con un bonito estampado al frente. Lo recuerdo con claridad porque era de mis favoritas y la gente la miraba con curiosidad cuando a la salida del hospital abordé un autobús hacia a mi casa . En realidad ya no estaba tan bonita, porque en el hospital la habían cortado con tijeras desde el brazo hasta el cuello, por ambos lados, y luego le habían colocado unos pedazos de adhesivo para que no se me cayera. De todas formas, estoy seguro de que si no hubiera sido bonita, no hubiera llamado tanta atención.

A consecuencia del accidente y la recuperación, me perdí los primeros días de clases. Con el terremoto se despertó el espíritu de solidaridad que los chapines siempre mostramos cuando dejamos de apuñalarnos y dispararnos unos a otros, lo que acontece afortunadamente cada vez que nos toca algún desastre natural. La USAC no se quedó atrás. La Facultad de Agronomía decretó que no habría actividades académicas los días viernes, y se organizaron brigadas de auxilio a las poblaciones más sacudidas, literalmente hablando. Viajábamos a distintos municipios a bordo del autobús de la facultad, conducido por don Alex; a quien un día por causa de la aceleración centrífuga, acerté un naranjazo de record mundial en la zona ecuatorial del cráneo; pues los huevonazos de atrás traíamos guerra con los mariconazos de adelante. No sé por qué, ese parecía ser siempre el orden natural de las cosas en aquel autobús. Era como un designio cósmico: alguien de atrás gritaría “maricones” a los de adelante, y estos responderían con: “sho huevones”. No entiendo cómo se reconocían unos a otros, pero siempre se juntaban en las mismas secciones del autobús. Yo sentía más afinidad con los de atrás que con los de adelante.

Aquella vez me asusté, porque don Alex detuvo la marcha y se puso de pie preguntando furiosamente quién había sido. Como asumimos que no se trataba de reconocer el merecido mérito por el bólido perfecto, la guerra se detuvo y todos respondimos con un elocuente silencio sepulcral, que hasta el mismísimo Cardenal Metropolitano envidiaría para una de sus misas. Don Alex dijo entre dientes algo que hasta el sol de hoy no he podido descifrar ni imaginar, además de amenazar con regresarse a la capital si le volvíamos a acertar. Aquel ambiente juvenil era una extensión de lo que se vivía en el Instituto, de los recuerdos más dulces de mi vida.

A la altura ya había descubierto la manera de quitarme durante el día aquel chaleco de yeso y volver a colocarlo por las noches, como si nada. De esa manera, apenas dos semanas después del accidente con la motocicleta, me incorporé a las brigadas de auxilio, mientras que en casa pedía ayuda para acostarme y levantarme pues el yeso me lo impedía. Quien dude de mi historia, solo tiene que tocar mis torcidos huesos de la clavícula izquierda, que nunca retornaron a su posición correcta.

Aquellas brigadas humanitarias me permitieron mantener el contacto con las realidades de las zonas empobrecidas y desamparadas, en una época en que alcanzar la universidad puede hacer que los jóvenes coloquemos todos los reflectores sobre nosotros mismos como resaca del éxito alcanzado, especialmente si somos pobres desahuciados de este privilegio por la misma necesidad de poner pan en la mesa familiar. Además, estas brigadas ofrecieron oportunidades para darle rienda suelta a la alegría juvenil, las bromas entre pares y dispares y la irresponsabilidad calibrada en niveles no dañinos a terceros. Exceptuando a don Alex.

Al año siguiente, las cosas en el país retornaron a la insensible normalidad, y las autoridades de la Facultad decidieron que se debía asistir a clases de lunes a viernes. Pasó algún tiempo en que la rebeldía se impuso, y no entrábamos a clases el quinto día de la semana. En aquel punto, las brigadas humanitarias de los viernes se convirtieron para mí en ocasionales incursiones bohemias a lugares donde, contrario al uso generalmente aceptado, me dedicaba únicamente a conversar bajo la identidad de un estudiante de sicología (y alguna vez como sicólogo libanés, con acento incluido, para seguirle la corriente a un compañero que pensaba que yo estaba utilizando un método novedoso de seducción) y terminaba con el hombro lleno de lágrimas y el alma como más pesada con cada historia que escuchaba. Detrás de aquellas historias siempre había injusticia, crueldad, intolerancia e ignorancia. Ya ni la poesía podía conmigo. Los versos ya no sacaban lo que llevaba dentro y la lucha armada, refugio alternativo de la juventud de aquellos años, tampoco me parecía una opción para seres humanos.

Así llegó el final del primer semestre de 1978. Un grupo de estudiantes había organizado un viaje por Centroamérica, con el propósito –pretexto, pero no hay que andarlo repitiendo por ahí- de visitar todos los centros de enseñanza agropecuaria de la región. La Facultad proporcionaba transporte y un poco de dinero para combustible; nuestra calidad de estudiantes de agronomía nos daba carné de invitación a muchos centros de estudio que nos acogían como huéspedes (cama y comida, todo un lujo); nuestros ahorros o donaciones familiares nos permitieron no morir de hambre y el ímpetu juvenil facilitó el resto. Me enteré del viaje casi a última hora, y logré colarme en el grupo. Como parte de la delegación iba la Estudiantina, que se había formado algunas semanas antes. Yo no sabía sobre ésta, pero el mensaje social que entregaban en sus canciones, la semejanza de ambiente social con el de la época sheca y la posibilidad de expresar mediante el arte la rabia y dolor que llevaba dentro se combinaron para hacerme pedir la inmediata incorporación. En esta perfecta conjunción de intereses y vocaciones, decidí que era una externalidad el carecer de talento para cantar y no tocar algún instrumento.

La estudiantina era un grupo que interpretaba música conocida como protesta, nueva trova, social y revolucionaria. Esto lo combinaba con música guatemalteca, romanticismo tuno y franco alboroto al ritmo de corridos mexicanos. Recuerdo que una vez cantamos "Me caí de la nube en que andaba" con la música del himno nacional, y viceversa. Sale perfecto. Así, el repertorio entretenía a la vez que pasaba un mensaje que gustaba a la gente, porque eramos su voz, y decíamos lo que ellos no se atrevían.

Me uní al grupo durante el viaje a Panamá y al retornar principié a ensayar con la Estudiantina. Me dieron un tambor y logré pasar la durísima prueba de replicar secuencias: “bom-bom-bom” y yo “bom-bom-bom”; “bombom-bom” y yo “bombom-bom”. Luego impresioné a los tunos con secuencias de alto grado de dificultad, como: “toc-bom-toc-bombom-tic-zoom” y otros clásicos. “Como me lo contaron te lo cuento, porque todo cabe en lo posible”: dicen que allí nació la leyenda del Niño del Tambor.

De esa manera, me gané un sitio, o al menos me permitieron ocuparlo. Asumí responsabilidades adicionales como secretario administrativo, y la tuna me dio la responsabilidad de ser el presentador de las canciones, lo que me trajo buena cantidad de acaloradas discusiones internas porque en ocasiones hablaba demasiado contra el sistema, y había quienes preferían solamente la parte musical y las canciones románticas, lo que es absolutamente válido. Creo que ninguno de nosotros fue alguna vez consciente de los graves peligros a los que nos expusimos, como al pasar de los años y ya firmada la Paz me enteraría de primerísima fuente. "Francamente, no entiendo cómo usted sigue vivo", me dijo un general de primerísimo mando en aquellos años. Luego añadió: "¿Todavía canta babosadas?"

Así disfruté la época tuna, que me permitió hacer grandes amigos además de expresar mis desasosiegos internos. El momento de graduación llegó en 1981, y por alguna razón no me despedí ritualmente del grupo (la despedida ritual consiste en interpretarle a quien se va una canción tradicional de despedida). En 2008 y treinta años después, se logró una emotiva despedida colectiva, pues muchos de nosotros considerábamos que el ciclo debía cerrarse para iniciar nuevas aventuras.